Filosofía — Pénélope Delaur
La frustración de mis sonrisas agridulces
«Sólo las personas que tienen firmeza pueden tener verdadera dulzura; las que parecen dulces no tienen de ordinario sino debilidad, que se convierte fácilmente en acritud». La Rochefoucauld, Máximas (479).
Nunca fui firme. Siempre he buscado compromisos con dulzura, probablemente por miedo al conflicto. Nunca había pensado mi dulzura como una debilidad; creía que era mi fuerza. Sin embargo, con el tiempo y al leer estas líneas, sí que veo la acritud de mis resentimientos, la frustración que se esconde detrás de mis sonrisas agridulces.Soy una mujer muy diplomática, y también muy idealista. En caso de desacuerdo, creo fundamentalmente que siempre existe una solución que logrará la unanimidad, a condición de escucharse, comunicar y no renunciar. Es cierto que hace falta dulzura para seguir involucradas en tal proceso, pero La Rochefoucauld tiene razón: sobre todo hace falta «firmeza», porque no se puede flaquear, ni en un sentido, ni en otro. No se trata de salir vencedoras de cada una de nuestras discusiones, pero tampoco hay que someterse por despecho. Se trata de poner límites, expresar nuestras necesidades con firmeza y ceñirse con ellas sin ceder a la codicia. En esta firmeza reside la verdadera dulzura con respeto a sí misma, la que compensará la acritud de nuestros conflictos y prevendrá su fermentación que a todas nos revuelve el estómago.
Las mujeres pocas veces están preparadas para afrontar un conflicto con firmeza. Se les enseña a menudo la empatía, que rima con dulzura. No sabemos realmente comunicarnos, es decir, hacerse oír sin dejar de escuchar. Comunicarse con alguien no es solo «hacerle saber algo, revelárselo, ponerlo en su conocimiento» o «hacerle partícipe de nuestros pensamientos y sentimientos», como lo define el diccionario francés Le Larousse. Comunicarse también es recibir algo de la otra persona, tomar conciencia de sus pensamientos y sentimientos. Es un intercambio en el que cada parte tiene que expresarse con firmeza y escuchar con dulzura.
Muchas de nosotras lo hacemos al revés: hablamos con dulzura y escuchamos con firmeza. Compartimos nuestro punto de vista con delicadeza para no herir a la persona con la que hablamos y nos encerramos con desdén cuando nos ordenan que nos callemos la boca y que abramos bien los oídos —más sutilmente para aquellas que son afortunadas—. Resulta con frecuencia en discursos complacientes pero confusos y dispares que tienen poco valor, porque la flacidez es enemiga de la inteligibilidad. Terminamos sintiendo que no nos han oído, aunque nosotras también escuchábamos con rigidez, cerradas a revelaciones que no nos podemos permitir de aceptar. Es un mecanismo defensivo que nos protege de otro conflicto aún más aterrador —el que mantenemos con nosotras mismas y al que solo podemos enfrentarnos en última instancia—. Interiorizamos entonces la frustración de un intercambio alterado y de una pelea interior inconfesable, que desarrollarán, por maceración o reiteración, un sabor tan ácido que disuelve las entrañas. Acabamos debilitadas, y la acritud nos atrapa.
Señoras, ya va siendo hora de poner fin a nuestra aparente dulzura que nos ha inculcado el patriarcado para debilitar nuestros discursos. Limitémosla a escuchar nuestros deseos y necesidades para poder mantenernos firmes, y hasta amargas. Así no caeremos nunca más en la acritud de no haber sido oídas, entendidas o defendidas. Escuchemos con cariño y compasión, y denunciemos con tenacidad y certidumbre.